EL MATRIMONIO
Juan Pasquau
Es una evidencia —no hay que recurrir a las estadísticas para comprobarlo— que el matrimonio también está en crisis. Pero aquí, creo, no se puede recurrir a esa especie de comodín con que se excusan ahora todos los trastornos: «crisis de crecimiento». Aquí, la cuestión es otra.
El hecho es que muchos cristianos están olvidando, que en el matrimonio, bajo su forma de contrato, subyace un carácter más decisivo: el de Sacramento. Si valoramos el matrimonio nada más como contrato, está claro que no se le puede exigir indisolubilidad. Porque todos los contratos caducan, o se revocan, o son susceptibles de denuncia por una u ambas partes. Pedir perennidad y vigencia eterna a un contrato es pedir peras al olmo. Así es, que desde el punto de vista puramente contractual, los partidarios del divorcio llevan razón.
Pero el cristiano en cuanto tal no puede pensar así. Aunque le vaya mal —muy mal incluso— en el matrimonio, no puede pensar así. Las nupcias no son para la felicidad permanente. La felicidad permanente, aparte de una utopía, no es el fin específico de la unión sacramental. Nos unimos los cónyuges para la felicidad cuando llegue, y para cuando llegue el dolor. Y no nos ligamos de hecho con las virtudes, o con los bienes, o con la belleza del cónyuge —que pueden ser causas fungibles—, sino con el cónyuge todo entero. Al hacerlo carne de nuestra carne no quiere el sacramento que nos propongamos exclusivamente la materialidad de un placer. Es decir, la vida del desposado no se entrega bajo el aspecto unilateral de la mutua satisfacción. También se entrega para el mutuo dolor, puesto que el dolor, como decía Séneca, también forma parte de la naturaleza. El matrimonio es, por igual, fuente de posible alegría y fuente de posible sufrimiento. Pero alegría y sufrimiento compartidos. De tal forma que si el cónyuge respectivo tiene un defecto —aunque sea un gran defecto—, se incorpora al matrimonio, en fondo común, como defecto de los dos. Y hay que soportar, llegado el caso, las cargas físicas y morales, tanto si de él proceden como si proceden de ella. Y la enfermedad física o moral del consorte hay que aceptarla como propia, de la misma manera que como propios se aceptan sus caricias, su dinero o sus bondades. En el matrimonio se comprometen los sujetos y no solamente los objetos que se dan o que se tienen, contando entre los objetos el mismo cariño. De ahí su carácter irreversible. De ahí que no sea el matrimonio un simple contrato ya que en éste entran en juego objetos, pero no sujetos, es decir, personas. No puede cesar el matrimonio mientras no cesa la persona…
Que el matrimonio, pues, desde una apreciación mundana, entraña un riesgo y supone a veces una heroicidad, es indudable. Pero su carácter sobrenatural se rige por principios y valores que se cotizan de tejas arriba. Y éste es el único remedio frente a toda posible desventura. Dura es la ley, pero es la ley.
Creo, por eso, que la propedéutica del matrimonio cristiano que encarna el noviazgo no puede ceñirse a la absurda promesa de amores eternamente frescos. En el matrimonio cuentan muchos valores, entre los que no es el menor el del sacrificio. Holocausto es la unión sacramental y no simple intercambio. Objetivo suyo es el Amor más que los amores. A la vista de esto, el matrimonio exige, más que una preparación de besos —que de otra parte no necesitan prepararse—, una esencial preparación cristiana. (Aquella costumbre de que el párroco pregunte la doctrina a los contrayentes no es una simple fórmula).
Porque si, ciertamente, el matrimonio se funda en el sexo y no puede prescindir del sexo, no menos cierto es que está llamado a rebasar el sexo. La sexualidad es la base del matrimonio, pero no es todo el matrimonio, de la misma manera que la base de la pirámide no es todavía la pirámide. Esto difícilmente se acepta en nuestro tiempo hedonista y desmoralizante. No se acepta que la felicidad posible del matrimonio no es una felicidad dada de antemano, sino, más bien, una felicidad a alcanzar. Y una felicidad de la cual el placer es sólo el estímulo, pero no el elemento constituyente. Si quienes se van a casar se persuadiesen de que el matrimonio no es un contrato de amores, sino una voluntad de amor, rara vez se produciría la disparidad. Pero, es más: cuando nos convenzamos de que la disparidad posible entre los cónyuges no es causa suficiente de ruptura, se producirán automáticamente menos disparidades. Habrá más armonía cuando juzguemos que una accidental desarmonía no desata lo esencial.
En fin; será defendible el divorcio desde un punto de vista estrictamente natural. No lo es, en cambio, desde el punto de vista cristiano. Hay que persuadirse de que el cristiano es diferente. Y si nos decidimos a ser cristianos, tiene que hacerse con todas las consecuencias. (Revista «Así», 2 Noviembre 1969)