San Eusebio

I. “Empezamos con la ayuda del Señor a servir de nuevo a los necesitados. Pero su crueldad no pudo sufrir esto y convirtieron nuestro amor en odio suyo. Apenas lo toleraron veinticinco días, y, enfurecidos nuevamente, con un numeroso grupo de sicarios armados de palos invadieron nuestro refugio y, rompiendo paredes, llegaron hasta nosotros. De allí me llevaron para encerrarme en una prisión más estrecha, donde sólo pudo acompañarme nuestro queridísimo presbítero Tegrino. A los demás hermanos, o sea a los presbíteros y diáconos, los cogieron y encerraron durante tres días, para después enviarlos diseminados al destierro. A los restantes hermanos que venían a visitarme los encerraron durante mucho días en la cárcel pública. Hecho esto retornaron a nuestro anterior refugio y destruyeron cuanto habíamos comprado para nuestro alimento y para los pobres” (PL 12,951). 

Esto escribía en una larga carta Eusebio de Vercelli, allá por el año 356, desde su prisión de Escitópolis, en Frigia. 

Eusebio era obispo de Vercelli, en su bella tierra piamontesa, desde el año 340. Fue un día de mediados de diciembre. La persecución volvía a sacudir violentamente a la Iglesia. Constancio quería imponer a ésta su voluntad absoluta, como se la habla impuesto ya al Imperio. Para ello no tenía escrúpulos en escoger el camino. Fue así como el arrianismo, que parecía definitivamente vencido, empezó a cobrar nuevo auge, como un ascua que dormida bajo la modorra de !a ceniza fuera avivada por el soplo del viento. 

Eran tiempos difíciles de luchas y de intrigas, de crímenes y de ambiciones. Lo que nunca habían conseguido los cesares de la Roma pagana, con sus miles de mártires, durante tres siglos de persecución, estaba a punto de alcanzarlo, en unos pocos años, un emperador que se llamaba cristiano. Sólo hacia veintinueve años que Constantino y Licinio, de común acuerdo, habían proclamado solemnemente la libertad de la Iglesia con el célebre edicto de Milán (311). 

En estos tiempos de general incertidumbre aceptó sobre sí la carga del obispado de Vercelli. Se impuso una misión: luchar contra el arrianismo, y tuvo un destino: la sangre. A quien había conocido ya otros años de riesgo no le importaba el exilio o la muerte por la verdad. Por ella sufrió la violencia. Por ella no conoció ya jamás la paz. 

Todo su tiempo y sus energías se quemaron en esta lucha, unas veces sorda, otras abierta, siempre dura. El hubiera preferido otra cosa: su diócesis, su clero, a los que hubiera dedicado todos sus momentos, su misma vida. O, si no, la soledad. Pero las circunstancias, o mejor, Dios, le habían colocado en medio de la arena. Y en ella le encontró su llamada suprema. Eran los primeros días de agosto del año 371. Eusebio de Vercelli contaba entonces ochenta y ocho años. 

Su coyuntura histórica le hizo ser batallador. No se doblegó ni a la presión, ni al miedo, ni al halago. Tampoco quiso vender su fe por una situación de privilegio o a la tentación de la riqueza. Quizá el ambiente le hizo ser duro. Mas esto sólo fue la corteza; en el fondo le dominaba el corazón. Sus cartas del destierro están llenas de ternura y de solicitud por su Iglesia. Su misma acción pastoral estuvo dominada por el amor, siendo partidario de la moderación para con los desviacionistas. Al paso que Lucifer de Cagliari se endurecía en la intransigencia, Eusebio comprendía cada vez mejor a los hombres. El no pretendió ser un hombre de partido, sólo quiso ser un hombre de Dios. Más que su sufrimiento, fue esto lo que le granjeó su fama de santidad. Pocos años después de su muerte, San Ambrosio de Milán cantaba la glorificación de Eusebio, obispo de Vercelli. 

II. El arrianismo fue la primera gran herejía que conoció la Iglesia. Hasta entonces ésta había tenido que emplear sus fuerzas en hacer frente a la persecución, combatiendo a los que la difamaban, animando a los que dudaban, dando testimonio de la fe por la sangre. Mas ahora había encontrado la paz. Sobre los corazones se cernían, sin embargo, muchas incertidumbres y los espíritus comenzaron a bucear en el fondo de los misterios. Había verdades, como la unicidad de Dios y la divinidad de Cristo, que no se habían conjugado todavía, y se iba nerviosamente, en movimiento pendular, de uno a otro extremo. Es cierto que se había reflexionado mucho y que las desviaciones surgidas habían sido en parte corregidas, pero no se había calado lo suficiente para llegar a la raíz del problema. Después de una vida constantemente amenazada tenía que venir la tranquilidad, para que, junto con la esperanza, renacieran los problemas, no olvidados, aunque sí arrumbados por la persecución. Y los problemas se plantearon de nuevo con mayor crudeza. 

La trinidad de personas en Dios no es sino facetas distintas o enfoques diversos de la misma realidad, había dicho Pablo de Samosata (260,268). Existe una distinción real, que incluye una diversidad substancial entre el Padre y el Hijo, afirmó la Escuela teológica de Antioquía, consagrando de este modo la tendencia subordinacionista. En uno y otro caso se sacrificaba la divinidad del Verbo a la unicidad de Dios, bien por absorción en la unidad personal de Dios, bien por distinción de existencia y naturaleza. De esta segunda tendencia nació el arrianismo, que hizo de las afirmaciones más peligrosas del mártir Luciano de Antioquía (1 312) su punto de partida. 

III. Para el libio Arrio Dios es una unidad absoluta, eterna, incomunicable e inefable. Todo cuanto existe fuera de Él existe sólo por su voluntad. Esta voluntad es la que ha hecho saltar a la existencia a todos los seres, y el mismo Logos o Hijo es una simple creación de Dios. No procede, por tanto, de El, sino de la nada. Es su obra primera, la más inmediata: instrumento por el que han sido creadas todas las demás cosas. Pero, al fin, creatura, distinta totalmente de Dios, aunque por sus excelencias esté sobre las otras creaturas, en las proximidades de Dios. 

Con estas ideas parecía que el arrianismo había solucionado fácilmente la aparente antinomia entre la trinidad de personas en Dios y la unidad de substancia. Pero en realidad había destruido todo el misterio. Aunque la consecuencia más fatal de esta doctrina fue la subversión de toda la economía de la Redención. La obra de Cristo quedaba reducida a la obra de cualquier otra creatura y la Humanidad a una masa decepcionada y sin esperanza. 

A pesar de su enorme difusión, el arrianismo no hubiera sido otra cosa que una manifestación de la pujanza vital de la Iglesia, que empezaba a andar entonces el camino de su libertad, si no hubieran intervenido factores extraños. Pero la intromisión del Imperio enfrentó a éste con una crisis profunda y peligrosa. 

IV. En unos pocos años se había operado un cambio radical en la postura del Estado y del Imperio ante el cristianismo. El edicto de Milán (311) consagra esta postura de tolerancia, abriendo un período nuevo y desconocido para la Iglesia. Este período hace posibles los grandes concilios ecuménicos, la construcción de bellas basílicas, la expansión vital de la Iglesia. Pero al mismo tiempo hizo también posible la constante intervención del Estado en los asuntos puramente religiosos. A veces pudo resultar bien este paternalismo, pero en la mayor parte tuvo consecuencias fatales para la Iglesia por el apoyo que ciertos emperadores prestaron a la herejía. 

En este momento nos encontramos, cuando hace su entrada en la historia Eusebio de Vercelli. Hacía treinta años que el arrianismo había sido condenado en Nicea (325), definiendo la consubstancialidad del Padre y del Hijo en ese bello símbolo que recitamos en la misa. Pero mientras tanto, Constancio había muerto, y su hijo Constantino, que había llegado al Imperio por caminos de sangre, sin las cualidades de su padre, apoyó al arrianismo, haciendo que éste sobreviviera, llegando a aumentar la integridad de la fe. 

El concilio de Milán de 355 señala el momento crucial de la vida del obispo de Vercelli. 

Después del sínodo de Arlés (353), donde triunfaron las insidias de los obispos arrianos Ursacio de Singidom y Valente de Mursa, respaldados por la violencia del emperador Constancio, el papa Liberio quiso arreglar pacíficamente los problemas pendientes, y aun las mismas cuestiones personales, por medio de otro nuevo sínodo que reuniera las garantías necesarias de libertad e independencia. Con este motivo se cruzaron dos cartas entre el Papa y el obispo de Vercelli, quien, con Lucifer de Cagliari, formó la misión que se trasladó a Arlés. Eran los comienzos del año 354. Las conversaciones no fueron fáciles, dada la postura adoptada por Constancio. Mas accediendo, por fin, al deseo del Papa el concilio quedó convocado para principios del año siguiente en la ciudad de Milán. 

Más de trescientos obispos occidentales asistieron a esta solemne asamblea, que señala un nuevo triunfo de la violencia de Constancio. El enfoque de dos puntos claves —reconocimiento de la fe de Nicea, como paso previo a cualquier otra decisión, y defensa de Atanasio de Alejandría—señalarían el rumbo del sínodo. Pero el rumbo estaba ya marcado de antemano conociendo las veleidades del emperador y la mayoría arriana que, sabiamente orquestada por Ursacio y Valente, imperaba en la asamblea. Aquí fue donde Constancio pronunció su célebre frase, expresión de un brutal cesaropapismo “El canon es mi voluntad’. 

Sólo tres obispos resistieron a la imposición de esta mayoría arriana y al miedo al emperador: Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli y Lucifer de Cagliari, tres campeones de la fe católica y de la libertad de la Iglesia. Es fácil adivinar el resultado de esta postura: los tres tuvieron que marchar hacia el destierro. Atrás quedó su tierra piamontesa, destrozada por la división religiosa: atrás, sus sueños tantas veces acariciados. Enfrente, lo desconocido. 

Este hecho motivó una nueva carta del papa Liberio (355 ) donde se mezcla la alegría por la confesión de la fe, que les ha merecido el destierro, y el dolor por verse separado de los hombres en quienes plenamente confiaba. 

La adversidad no acobardaba al obispo de Vercelli; por el contrario, parecía crecerle. Por eso recibió impasible la noticia de su confinamiento y, sacudiendo el polvo de sus pies, marchó hacia el destierro con la misma alegría con que retornaría a su amada diócesis. 

V. El destierro es otra etapa importante de su vida. El mismo nos ha relatado gráfica y patéticamente, en la carta que desde Escitópolis dirigió a sus fieles, todas las injurias, violencias, malos tratos que contra él cometieron. Cualquier muestra de compasión por parte del pueblo recrudecía el trato inhumano de sus guardianes. Le quitaron sus colaboradores, y si alguien pretendía visitarle era encerrado también durante varios días. No podían traerle comida o cualquier otra cosa. Así su situación se fue haciendo cada vez más crítica. 

Esto motivó una dolorosa carta de Eusebio al obispo arriano Patrófilo, pero nada consiguió. En medio de su sufrimiento y de su martirio la fe y la perseverancia de sus hijos de Vercelli abrían su corazón a la esperanza. Las buenas noticias que hasta él llegaban le hacían soñar que no estaba tan lejos en el destierro, sino entre ellos, como otros días felices ya pasados, pero presentes aún en la nostalgia. 

Su éxodo no había terminado sin embargo. Desde Escitópolis a la Capadocia, desde la Capadocia a la Tebaida superior, en Egipto. 

Un día, inesperadamente, cambiaron los aires de la política. Constantino ha muerto y le sucede en el trono imperial el pagano Juliano el Apóstata. Con él recobra la Iglesia su libertad y los desterrados pueden volver del exilio. También Eusebio de Vercelli. Aunque antes, tuvo que cumplir una delicada misión en Oriente. 

El arrianismo había pasado como un tornado sobre la cristiandad y ahora había que reconstruir sobre las ruinas. Fue la primera tarea que se impuso San Atanasio al ocupar de nuevo su sede de Alejandría. Un concilio regional (362) revisaría la situación, tratando de enmendar los yerros, al mismo paso que afirmaba una vez más la fe de Nicea. 

A este concilio estuvo presente Eusebio de Vercelli, quien, comisionado por él, marchó para cumplir la difícil misión de ordenar y reponer el clero ortodoxo en las devastadas diócesis de Siria y Palestina. Así recorrió de nuevo el Cercano Oriente, promulgando las suaves y benignas disposiciones del sínodo de Alejandría. 

La misión estaba ya cumplida. Ahora podía volver. Su tierra le esperaba, su tierra y sus hombres. Aquellos hombres, aquellos valles, aquellas montañas en cuyos picachos se quedan prendidas las nubes que pasan… Todo aquello en lo que tantas veces había pensado en las cálidas noches del desierto, de cara a las estrellas. Era el año 363. 

VI. Volvía anciano, aunque saltando su corazón de gozo. Pero su vía dolorosa aún no había terminado ni se había consumado el sacrificio. Las intrigas de Auxencio de Milán obscurecieron el júbilo del retorno. Otra vez, como en su juventud, Eusebio tiene que defender y atacar. Y otra vez también tiene que gustar la amargura del destierro. 

En el vendaval de la contradicción se apaga la lámpara de su vida. 

Otra faceta que completa la auténtica dimensión de este hombre ascético es su amor al monacato. El monacato fue introducido en Occidente por San Atanasio y sus monjes durante su destierro. Ellos deshicieron los prejuicios que contra la vida eremítica existían, al mismo tiempo que despertaban el gusto por esta forma austera de vida. Así fue como surgieron varios cenobios en Italia. Pero quien le dió verdadero impulso fue Eusebio de Vercelli, conocedor como nadie de la vida monacal por haberla vivido durante su estancia en Oriente y sobre todo en la Tebaida. Fue el primer obispo de Occidente que conjugó la vida de clérigo diocesano con la práctica del monacato, viviendo él mismo, bajo el mismo techo, con la comunidad de sus sacerdotes. A la luz de este ejemplo el cenobio de Vercelli pudo florecer en hombres eminentes como San Dionisio, San Limenio, San Honorato, San Gaudencio… 

Todavía en medio de esta vida azarosa encontró tiempo para escribir, aunque muchas de sus obras se han perdido. El tesoro de la catedral de Vercelli conserva un manuscrito de los evangelios (siglo IV), obra, al parecer, del mismo San Eusebio (CARD. A. GASQUET, Codex Vercellensis [Roma 1914]

Este fue Eusebio de Vercelli, obispo y mártir, cuya fiesta celebra la Iglesia hoy. 

VII. Su recuerdo aún no se ha extinguido. A 1.180 metros de altura, en la localidad situada en la parte superior del valle de Oropa, rodeado de praderas y bosques, dominado por los montes de Tovo y Mucrone, existe un santuario, el más célebre del Piamonte y uno de los más importantes de Italia: Nuestra Señora de Oropa. Allí una Virgen negra nos habla de un obispo errante y perseguido, a quien los cálidos días del Oriente no borraron la nostalgia de sus tierras alpinas y la trajo a ella desde las llanuras abrasadas para levantarle un santuario en el corazón del Piamonte. 

VICENTE SERRANO